TRIBUNA
Argentina retrocede
La percepción de impunidad en el tejido social genera una desesperanza impotente
El recuerdo del atentado a la AMIA en Buenos Aires es imborrable. Todos recuerdan pasar horas mirando con espanto por la televisión cómo hacían silencio los rescatistas para ver si alguien gritaba debajo del cúmulo de escombros. Parecía increíble aquella barbarie en la Argentina. La muerte del fiscal Alberto Nisman nos ha dejado más atónitos aún. Mudos. Apesadumbrados. Retrocedemos.
Desde Sócrates para acá, quien sabe algo corre riesgos cuando proyecta ese saber sobre quienes tienen poder. Las presiones abundan en estos casos. El fiscal lo había dicho. Cuando se le preguntó si temía represalias o ser removido de la unidad fiscal, respondió: “No tengo miedo. Ojalá no ocurra nada, pero ayer le dije a mi hija que se prepare estos días para escuchar de su papá las peores cosas que escuchó en toda su vida”. Aquel “ojalá” no pudo ser en un país en donde la realidad supera a la ficción. Lograron callarlo para siempre.
En el país de las reconocidas Abuelas de Plaza de Mayo, desaparecieron a un hombre por su palabra. A alguien, no sabemos quién, le convenía que Nisman no tuviera voz.
La Argentina vive hoy en medio de una trama de secretos de inteligencia dignas de un thriller que no cesa. Hace tres días, Damián Pachter, periodista que por Twitter dio a conocer la muerte del fiscal, abandonó nuestro país por miedo. El sábado por la noche, la agencia estatal Télam anunciaba a todos sus seguidores la ruta aérea del periodista por Aerolíneas Argentinas (errónea, por cierto). La cuenta oficial de la Casa de Gobierno se hizo eco de esto, riéndose del temor ajeno. Un encanto democrático. Información privada, publicada ilegalmente por el Estado. Si Pachter tenía dudas de que lo estaban buscando, ahora le estaban tocando el timbre. “Argentina se ha tornado un lugar oscuro”, escribió ya desde Israel. Exilios en democracia. Retrocedemos.
En la Argentina, la búsqueda de la verdad o el deseo de velarla se lleva gente puesta. A veces hacia la oscuridad. Nuestro decorado democrático nos regala muertos testimoniales que muestran que el camino a la verdad tiene mojones pintados con sangre que rezan: “Por aquí, mejor no”. Es el cripto-Estado, las catacumbas del poder.
El problema no es de Nisman. Es nuestro. Si un fiscal muere por pujas internas de poder, si nuestras instituciones democráticas que buscan impartir justicia reciben presiones, si nuestros protocolos ante una muerte no se cumplen ¿quién nos protege?, ¿a quién se le puede creer?
Cuando no te creo, desconfío. Cuando desconfío, temo. Cuando temo, me defiendo. Vivir en estado de defensa implica no solo la muerte de cierta creatividad social, sino también la constante energía puesta en un posible combate. Desgastante. Cuando eso se da a escala social, disminuye la imprescindible confianza en los procesos institucionales estatales.
El Estado parece ser hoy una pandilla que se desmadró. Un archipiélago de desconfiados. Temen y por eso hacen cualquier cosa, lo que genera aún más desconfianza. La violencia es la madre autoritaria del miedo, que es su hijo cobarde que le pide que se pronuncie.
Temen porque la corrupción de esta capa dirigencial es masiva: todos esconden. Esto salpica a los tres poderes de la República. El mal es endémico. Todos deben algo. Una cadena de favores y de miedos. Un mercado de trueques y aprietes entre caudillos a escala nacional.
Con la causa AMIA —que ahora incluye la causa Nisman—, la sensación de muchos argentinos es que como Sísifo con su piedra, retrocedemos al pie de la montaña. Eso produce una inmensa desolación institucional. Hay un escepticismo generalizado en que logre hacerse justicia con ese atentado. Este profundo sentimiento de falta de ley no es un buen síntoma. La percepción de impunidad en un tejido social genera una desesperanza impotente y una bronca que no logra hacer de su ira, cambios transformadores a la hora del voto. Argentina, como en un eterno retorno griego, las repite. Una y otra vez.
Hoy la Argentina no es un lugar mejor que hace diez días. Descreemos de las investigaciones que se hacen, simplemente porque somos racionales y vemos que se dan irregularidades sostenidas. Ser racional en la Argentina es conflictivo. Cuando aumenta el conocimiento, aumenta el dolor.
Hay una generación joven que vivió el atentado en su adolescencia y cree —necesita imperiosamente creer— que podemos madurar y dar algún tipo de sentido —si se permite la expresión— a esta muerte. Esa generación aprendió y sostiene que la democracia no puede ser rehén de estas dinámicas extorsivas que nos remiten a lo peor de nuestro pasado.
Estos derechos humanos hoy gritan al cielo su urgencia. Imagino que si eso llamado República Argentina pudiera hablar, hoy lloraría y entre sollozos con un hilo de voz, diría angustiada, suplicante: “Basta, por favor… díganme la Verdad”.
Nicolás José Isola es filósofo y doctor en Ciencias Sociales. Twitter @NicoJoseIsolviar a LinkedIn
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